




Las estaciones abandonadas son el
territorio del olvido. El territorio del olvido es el territorio de la
naturaleza. He fotografiado cientos de estaciones abandonadas y en muy pocas
ocasiones me he encontrado con otro ser humano. Parece que la gente huye de las
estaciones abandonadas, que no se molestan en parar el coche o en andar hasta
ellas. A veces, las tienen al lado de un camino, la antigua vía del tren
convertida en “Vía Verde”, pero no se molestan en detenerse a mirarlas, o sólo
se detienen un momento. Muchas estaciones están valladas, son peligrosas porque
se pueden caer, y su aspecto ruinoso y lleno de maleza o incluso basura no
invita a acercarse. Sin embargo, todas estas estaciones han sido saqueadas, y
casi todas tienen las paredes llenas de grafitis. Algunas también tienen la
huella negra del humo de la hoguera. Alguien ha entrado en ellas, alguien ha
pasado aquí una noche o una tarde, alguien ha intentado que este edificio sin
ventanas ni puertas le sirviera de refugio. En varias estaciones he visto
colchones en el suelo, o una silla vieja medio rota, o un montón de ropa sucia
que alguien abandonó. En ninguna estación he encontrado nada de valor, porque
todo lo de valor fue arrancado de la pared, fue trasladado a otro lugar, o fue
robado por la noche.
Cuando llego a una estación que no
conozco, que aún no he fotografiado, lo primero que hago es imaginármela en sus
buenos tiempos, imaginármela nueva, recién construida, recién inaugurada, con
el primer tren llegando humeante y ruidoso, pitando alegremente, con adornos
florales en la locomotora, y todo el mundo aplaudiendo y gritando, y una banda
de música recibiendo a los primeros viajeros.
“Da tanta pena verla así, con lo que ha
sido esto, hasta tenía un cuartel de la Guardia Civil, aquí al lado, ahí mismo,
mire...”, me dijo una vez un señor en una estación de Soria, una de las pocas
veces que me he tropezado con alguien mientras estaba haciendo fotos. Era un
señor mayor, y era evidente que había visto la estación en funcionamiento. Yo
sólo podía imaginar. Pero él tenía los recuerdos. Pasajeros que van, pasajeros
que vienen, besos, despedidas, alegrías y tristezas, la vida en todas sus
facetas. ¿Y luego qué? El olvido, la naturaleza salvaje. Los animales, los
animales y las plantas, ellos son los verdaderos dueños de los espacios que el
hombre abandona.
La experiencia me hace andar con cautela.
Si voy a acercarme a una estación lo primero que hago es hacer ruido. Doy una
palmada fuerte y saltan dos liebres y tres conejos. Parece una tontería, pero
cuando de repente algo se pone a correr a toda velocidad entre los altos
hierbajos a unos metros de donde tú estás te llevas un buen susto. Y los
conejos y las libres te hacen sonreír tontamente, con esa expresión de “vaya
susto me he llevado por nada”, pero lo mismo es un jabalí, y entonces el miedo
es justificado. O puede ser un zorro, que normalmente se alejará de ti, pero al
que mejor no te acerques demasiado. O puede ser un perro abandonado, que
normalmente tampoco representa ningún peligro, pero mejor déjalo ir y no lo
molestes, por si acaso, o puede ser... Sí, lo más peligroso es a veces lo más
pequeño, una colmena, o varias colmenas, y tú no las has visto, y de repente un
zumbido que te pone alerta y vete corriendo pronto que te has metido donde no
debías y lo siento chaval pero hoy te quedas sin fotos, no vas a poder
acercarte más... O ten mucho cuidado donde pisas, y agita la hierba con un palo
porque tienes una serpiente delante de tus narices y si es una culebra pues
todo quedará en un sustito pero si es una víbora mejor dale tiempo a que se
aleje de ti, y no, no es fácil distinguirlas si no las tienes muy cerca, y
mejor no tenerlas muy cerca.
Me lo explicaron en los Scouts, hace
muchos años, la víbora tiene la cabeza triangular. Por eso, en aquella estación
de la provincia de Burgos no tuve ninguna duda: había saltado sobre una víbora.
Yo bajé del andén a las vías, de un pequeño salto, y me fijé bien donde iba a
pisar, pero la víbora estaba pegada al hormigón del andén, al sol, dormitando,
y yo sólo la vi cuando ya estaba bajo y giré la cabeza y la vi detrás. Por
suerte siempre llevo pantalón vaquero largo, aunque sea agosto, aunque haga un
calor casi insoportable, y unas zapatillas altas y duras, muy parecidas a unas
botas de montaña, y por suerte ella estaba recostada al sol, tan quieta que
parecía muerta, pero estaba viva, estaba bien viva porque lancé una pequeña
piedra a su lado y se movió, y se fue zigzageando, se alejó de mi y a mí luego
me pareció mal lo que había hecho, aunque instintivamente era lo que cualquiera
hubiera hecho, pero luego pensé que la había molestado en mitad de su siesta (y
quien sabe si digestión de alguna presa) y no, yo no tenía ningún derecho a
molestarla, porque aquella era su casa y yo era el intruso, porque las
estaciones abandonadas son el territorio de la naturaleza, porque el hombre se
ha olvidado de ellas, porque el hombre las ha condenado a la ruina y la
desaparición.
Sí, yo he visto desaparecer una estación.
Primero cae el techo, luego un muro, luego otro. Un verano vas y sólo quedan
dos paredes en pie, y otro verano vuelves y el viento y la lluvia y la nieve ha
derribado las dos pareces y ya sólo queda un montón de piedras. Allí había una
estación, ahora ya no hay nada. Yo lo documento todo, hago fotos, y esas fotos
son el recuerdo de algo que pronto se olvidará, porque el tiempo borrará los
recuerdos de los viajeros, de los vecinos del pueblo, de las personas que
usaron esa estación, y para los nuevos vecinos (si es que hay nuevos vecinos en
el pueblo, si es que llega gente joven al pueblo, que ya parece mucho pedir en
muchos pueblos), aquello ya nunca será una estación, aquello sólo será un
montón de piedras absurdas en mitad de un bosque, un campo, un prado o una estepa.
Estando en una estación haciendo fotos,
apareció un coche por un camino. Venía bastante rápido. Venía directo a la
estación. Se detuvo y después de unos minutos, dio la vuelta. Entonces el
conductor me vio y sin parar el motor, bajó del coche y vino hacia mí. Me
pregunté que podía pasar, porque aquello me parecía bastante extraño. Pero muy
pronto supe lo que sucedía. Una anciana enferma se había escapado de su casa.
Una anciana sin memoria, una anciana que no recordaba ni quién era ni dónde
vivía y que tenía que ser cuidada en todo momento. Pues bien, lo que me pareció
más extraño de todo no fue que los del pueblo estuvieran buscándola, sino que
fueran a buscarla a la estación. Pero por lo visto, según me dijo el conductor
del coche no era la primera vez que se escapaba y siempre solía ir a la
estación. De hecho, me dijo aquel hombre nervioso y preocupado, antes de volver
a subir a su coche y marcharse por donde había venido : “hace un rato la han
visto viniendo hacia aquí”. Por desgracia yo no había visto a nadie. Tal vez
aquella vez la pobre mujer recordó de repente que no tenía nada que hacer en la
estación, que ya no podía esperar ningún tren en la estación. O tal vez la
mujer se perdió por algún campo o por algún sendero. Me quedé pensando porque
una mujer sin memoria regresa a una estación que lleva cuarenta años sin ver
pasar un tren. ¿A quién esperaría o dónde quería ir? Nunca lo sabré. ¿Qué es lo
último que se olvida cuando se olvida todo? El camino a la vieja estación...