martes, 18 de junio de 2013



EL PAPEL NO HA MUERTO (TRES)












LA VALENCIA DE LOS BORJA: ORO, SANGRE Y TINTA




Mi padre nació en La Torre de Canals, el mismo lugar donde nació Calixto III, el primer Papa Borja. Cuando era pequeño recuerdo jugar en una plaza donde había un torreón decrépito. Mi padre me contaba que allí había nacido un Papa y a mí no me entraba en la cabeza. ¿Los Papas no son de Roma? ¿Los Papas vivían en torres? La torre del papa Calixto, que aún está en pie y ha sido reformada, es un torreón militar. En su momento, pese a su decadencia, conservaba el aspecto defensivo que debe tener un edificio de esas características. El niño que era yo, sin poder expresarlo adecuadamente, percibía una especie de incongruencia entre lo que me contaba mi padre y lo que veían mis ojos. Vivir en una torre no debía ser muy agradable. Era alta y estrecha.  Aquella construcción provocaba en mi mente escenas bélicas, guerreros con armadura, soldados al asalto con catapultas, duelos a espada y a caballo, en fin, que aquel me parecía un lugar muy poco adecuado para un Papa. Después averigüé que aquella torre no era sino el origen y, posteriormente, una parte de un palacio que pertenecía a la familia Borja. En aquel momento, cuando nace Calixto III, la aldea de La Torre, lindante con Canals, no pertenecía a Canals, ni a Xàtiva (que la compró en 1506), aunque estaba dentro de la jurisdicción de esa ciudad, y aquel palacio (del que sólo queda en pie la torre) era una de las propiedades  que la familia Borja tenía por los alrededores. De modo que el papa Calixto III nació allí como podía haber nacido en la ciudad de Játiva, donde de hecho fue bautizado y donde estaba la casa principal de la familia.
En aquel momento, esto es en 1378, la familia Borja era una familia de lo que podríamos llamar pequeña nobleza rural. Una familia que gozaba de muy buena posición económica pero que no sobresalía en absoluto respecto a las demás familias nobles valencianas, aragonesas o castellanas. Nada parecía indicar que en sólo dos generaciones, los Borja iban a convertirse en una de las familias más poderosas de la Europa renacentista.
¿Qué queda de los Borja en Valencia? Empezaremos en Játiva, en aquel momento una de las ciudades más importantes del reino. Si ustedes son de los que quieren estar bien informados pueden optar por una ruta guiada por la Játiva de los Borja. Visitarán, entre otros edificios históricos, la Casa Natalicia de Alejandro VI (el segundo Papa Borja), la Colegiata de Nuestra Señora de la Seo, el Palau de l'Ardiaca o la Iglesia de Sant Francesc. Si en cambio son de los que gustan de ir por libre, dejen el coche y adéntrense en el casco histórico, y limítense a seguir las señales indicativas, sin prisa, disfrutando de cada recodo del camino. Casi todo lo que van a ver guarda relación de un modo u otro con los Borja. La Játiva renacentista no se puede entender sin el dinero, el poder y la cultura de los Borja. De la misma forma, la valencia renacentista o incluso la Castilla renacentista no se puede entender sin los Borja, que en sus constantes viajes desde Italia a la península siempre traían consigo algún pintor o humanista italiano, propiciando de este modo la renovación de la cultura y el arte español.  En uno de sus barcos también volvieron los pintores Fernando de Llanos y Fernando Yañez de la Almedina, después de pasar varios años formándose como discípulos de Leonardo.
Lo único que se libra de la influencia de los Borja en Játiva es su castillo, que ya existía en los tiempos en que Aníbal se paseaba por la península sometiendo a las tribus íberas y, de paso, preparando su marcha hacia Roma. El castillo de Játiva ha dominado la ciudad desde siempre, pues es anterior a ella. Ha sufrido muchas destrucciones y también muchas reformas caprichosas (fue propiedad privada de un industrial de la ciudad, que lo usaba como finca de recreo), pero bien merece una visita. No tanto por los vestigios históricos (que quedan pocos) como por la espléndida vista que se divisa desde él. Además, si bien está en una cima escarpada, su ascenso es fácil, pues, además de en coche particular, se puede ascender en uno de esos trenecitos turísticos que tanto gustan a los niños. Si usted viaja con su familia, esta opción es la más cómoda y divertida.
Y si está pensando en dormir en Játiva, en las faldas del castillo y en la parte vieja de la ciudad encontrará casas rurales y hoteles rurales para todos los bolsillos. Algunos verdaderamente espectaculares, otros más modestos, pero todos muy acogedores. Ahora bien, si usted es enemigo de las multitudes, absténgase de visitarla del 15 al 20 de agosto, pues se celebra una importante feria comercial, la “Fira” de Játiva, que data de un privilegio concedido por Jaime I en 1250. Por el contrario, si lo que quiere es animación y buen ambiente, ese es su momento. Durante siglos la “Fira” ha sido un irresistible foco de atracción para los pueblos vecinos y en la actualidad a estos visitantes se suman ingentes grupos de turistas llegados de todas partes.
Después de Játiva la siguiente escala en la ruta de los Borja es Simat de la Valldigna, un pequeño pueblo cercano a Gandía donde se encontraba uno de los monasterios más ricos de toda la Corona de Aragón, el monasterio de Santa María de la Valldigna.  Allí, entre los restos que aún quedan, pueden verse varios escudos de la familia Borja en la Sala Capitular, pues tanto Rodrigo de Borja, futuro Papa Alejandro VI, como su hijo César ejercieron el abadiazgo de dicho monasterio entre 1476 y 1498.
El monasterio cisterciense de Santa María de la Valldigna corrió la misma suerte que muchos edificios y conjuntos arquitectónicos de esa índole. Fue abandonado y expoliado después de la desamortización de Mendizábal. Algunas partes fueron vendidas, otras se derribaron y otras acabaron siendo usadas como almacenes y establos. Hoy se puede visitar gracias a la labor restauradora de la Generalitat Valenciana, que lo adquirió en 1991 y que desde entonces ha desarrollado una ingente labor por recuperar parte de su esplendor, adquiriendo y trayendo de vuelta las arquerías góticas del palacio del abad (que hasta hace poco estaban en una residencia privada de Torrelodones), realizando excavaciones y reconstruyendo algunos de sus edificios principales.
Desde allí, después de un corto trecho, acérquense hasta Gandía. Allí pueden y deben visitar el Palacio Ducal. Allí nació Francisco de Borja, que no fue Papa pero sí general de los jesuitas y santo. Y de allí tuvo que salir huyendo a los diez años de edad, cuando la revuelta social de las Germanías triunfó en gran parte del reino de Valencia. La revuelta de las Germanías duró poco y fue muy violenta. Algunos grandes nobles tuvieron que refugiarse en los lugares más insospechados, como los señores de Orihuela, que se refugiaron en el campanario de la catedral, otros tuvieron que huir con lo puesto, mientras sus palacios eran saqueados e incendiados, y otros fueron acorralados y murieron a manos de sus propios siervos. Pero con todo las principales víctimas de la revuelta fueron los moriscos, hacia los que se desvió rápidamente la agresividad del pueblo, y el mismo pueblo, que fue masacrado sin piedad por los ejércitos de Carlos I y que luego fue perseguido durante los meses siguientes por la Virreina Germana de Foix, que inició una campaña de represión de los antiguos sublevados (o de los sospechosos de serlo) que se concretó en numerosas ejecuciones públicas.
Las Germanías suponen un duro golpe para el Reino de Valencia. La capital, que en los años previos era una de las ciudades más importantes del mediterráneo, iniciará una lenta pero constante decadencia. Cuando Valencia y su reino entran en el siglo XVI la situación es espléndida. Tenemos un Papa valenciano, Alejandro VI, que otorga las bulas a los reyes católicos que les permiten la ocupación legal de los inmensos territorios americanos, recién descubiertos. Y precisamente de aquí, de Valencia, gracias a Luis de Santángel, salió el dinero que financió la expedición de Colón. La economía valenciana de la época, basada en el comercio mercantil por el mediterráneo (como el de toda la zona costera de la corona de Aragón), gozaba de tan buena salud que los comerciantes de valencia se permitieron la construcción de la Lonja de la Seda, un edificio que hoy es Patrimonio de la Humanidad. Era tal el orgullo de estos hombres que en la sala principal de la lonja, la sala de las columnas, dejaron escrito el siguiente texto:
Casa famosa soy en quince años edificada. Probad y ved cuan bueno es el comercio que no usa fraude en la palabra, que jura al prójimo y no falta, que no da su dinero con usura. El mercader que vive de este modo rebosará de riquezas y gozará, por último, de la vida eterna.
Pero en la Lonja no sólo se comerciaba. También era la sede de una institución muy moderna: el Consulado del Mar, una especie de tribunal de asuntos marítimos y mercantiles que sólo existía en las principales ciudades del mediterráneo y que fue antecedente del Consulado del Mar de Barcelona, creado más de cincuenta años después.
El dinero desata la vanidad de los que lo tienen. Se construyen palacios y grandes iglesias. Pero también se encargan cuadros y esculturas. Los museos valencianos están llenos de obras del último gótico y del primer renacimiento. Pero, además, el dinero también trae cultura. Y no es casualidad que Valencia fuera una de las primeras ciudades del país en tener imprenta. Así se difundirán las grandes obras del momento, que son precisamente las grandes obras de la literatura valenciana, como los poemas de Ausias March o el Tirant lo Blanc, un libro que por si sólo logrará que su autor, Joanot de Martorell, tenga un lugar de honor ya no sólo en la literatura valenciana sino también en la española. Un puesto que se ganó bien pronto con la inestimable ayuda de Cervantes, que no dudo en salvarlo del fuego y, más aún, en considerarlo “el mejor libro del mundo”. Del manuscrito original del Tirant lo Blanc por desgracia sólo se conserva hoy una página. Pero Valencia, con su extenso casco histórico, con sus museos, bibliotecas e instituciones culturales, ha conseguido salvar, a pesar de los muchos episodios bélicos que ha sufrido, gran parte de un enorme riqueza cultural y artística. Y por si fuera poco están sus playas. ¿Por qué quién ha dicho que la cultura tenga que estar reñida con el descanso, el ocio y el placer?


(Alfonso Vila Francés, Revista Jot Down, nº 4, edición en papel. Fotografía del autor)



EL PAPEL NO HA MUERTO... (DOS)




LA FREGENEDA


Erguida como una joroba
sobre la espalda del mundo,
dura,
con su negación rotunda y violenta,
la piedra de La Fregeneda duerme durante siglos
y es despertada por el yunque del hombre,
ese hombre que la recorre, la horada,
le pone un cepo
de parte a parte
y luego,
asustado y animal,
se emborracha y tambalea
se acopla y marchita
los domingos y fiestas de guardar.


(Alfonso Vila Francés, revista Fábula, nº 34)








EL BOSQUE



La historia es cierta. Me la contó uno de los implicados. Me hizo jurar que guardaría silencio hasta su muerte y eso he hecho.
Sucedió hace mucho. En un prado de las montañas. Un padre vivía con sus dos hijos. El padre era un buen padre, dentro de lo posible. Una vez al mes bajaba al mercado. A veces estaba toda la noche fuera. A veces no volvía en uno o dos días. Si volvía de mal humor, los niños sabían que tenían que hacer y que no. Si volvía contento, lo mismo. A veces se emborrachaba. Pero sólo lo justo.
Una tarde apareció un cazador. La hija estaba sola. El hijo estaba en monte. El cazador sabía que el padre había ido al mercado. Violó a la niña. El hijo estaba volviendo de buscar leña. Llevaba un hacha. Al oír los gritos echó a correr.
El cazador acababa de levantarse. Se volvió y se rió. El niño tenía miedo. El hacha le pesaba en la mano. El cazador pensó que lo mejor sería matarlos a los dos. El niño estaba inmóvil, frente a él. Tenía miedo. Pero la niña no. La niña sabía bien lo que tenía que hacer. Mientras el cazador se burlaba del niño la niña corrió a la cuadra y cogió un cuchillo de esquilar. Sabía donde lo guardaba su padre. Luego se abalanzó sobre el cazador por la espalda, con toda su rabia.
Fue una acometida torpe. El cazador estaba malherido. La niña volvió a hundirle el cuchillo, pero el cazador aún trataba de escapar. Entonces el niño reaccionó. De una patada, alejó la escopeta de la mano del cazador. Luego cogió una piedra.
Durante un buen rato estuvieron llorando. Luego pensaron hacer lo que hacían cuando se moría un perro. Cavar un hoyo y enterrarlo a la sombra de un árbol. Pero la niña pensó que el cazador no se merecía estar a la sombra de un árbol y lo enterraron detrás de secadero, a la solana. Por costumbre marcaron el lugar con una piedra.
De madrugada el niño comprendió que lo de la piedra no era una buena idea. Se levantó y fue hasta el secadero. Entonces vio que había alguien allí. Era su padre. Aunque estaba clareando y su padre estaba inclinado, lo reconoció enseguida. También el padre, al oír crujir una rama, reconoció a su hijo de inmediato.  
–Coge una pala y ayúdame –fue todo lo que dijo.
El padre y el niño llevaron el cuerpo del cazador a una cueva profunda y lo arrojaron al fondo.
No se habló del asunto. Y la historia hubiera terminado ahí si la niña no hubiera descubierto poco después que estaba embarazada.
El padre pensó que lo mejor sería que la hija no bajara al pueblo por un tiempo. Cuando llego el momento del parto, ayudó en lo que pudo. No era un mal padre. Hizo lo que pudo, ya lo digo. También el hermano pequeño hizo lo que pudo, que no era mucho. De hecho, bastante tenía con aguantar el tipo. Había visto parir a los animales, pero aquello era otra cosa. Se quedó tan impresionado que se prometió a sí mismo que nunca se casaría para no hacer pasar a su mujer por semejante suplicio.
El padre no perdió el tiempo, la niña (era una niña) nació sana. El padre la envolvió en unos trapos, la metió en un canasto y la llevó al pueblo. Allí la dejó a la puerta de un convento.
Las monjas se hicieron cargo de la niña y luego, cuando creció, la enviaron a un orfanato en la ciudad. La niña tuvo suerte, fue pronto adoptada.
La historia podría haber terminado allí, pero no fue así. Ocurrió algo increíble. Una de esas casualidades tan extraordinarias que tiene la vida.
La familia de la capital decidió, muchos años después, pasar el verano en un pueblo de la sierra. La niña ya era una casi una señorita, pero estaba un poco malcriada. Salió a pasear por los campos, y pese a las advertencias de sus padres, se adentró en el bosque.
Las tormentas de verano suelen ser repentinas. Y eso es precisamente lo que sucedió. El cielo se llenó de nubes amenazantes y, antes de que la niña pudiera reaccionar, cayó un chaparrón terrible. Entonces la niña echó a correr, pero desorientada como estaba, se alejó aún más del pueblo.
La historia podía haber terminado ahí, pero la niña tuvo suerte. Sin saber cómo, fue a parar a un claro del bosque y al final del claro encontró unas ruinas. No era gran cosa, una antigua cabaña de pastores, pero era suficiente para resguardarse de la lluvia.
La niña pensó que la tormenta pasaría pronto. Pero el tiempo, lejos de mejorar, empeoró. Primero cayó granizo (la niña miraba el granizo con una mezcla de terror y admiración) y luego cayó la noche. Y con la noche llegaron los ruidos del bosque y el frío. La niña estaba completamente horrorizada. Y más horrorizada se quedó al escuchar una voz tras ella. Era un hombre. Un hombre joven. Un cazador.
La historia podía haber terminado ahí. Pero no era ese su destino. El cazador era un hombre apuesto, fornido. La niña ya era casi una mujer. Una mujer muy hermosa. Se enamoraron a primera vista.
La niña no conocía esa clase de amor, pero se entregó sin reparos. No pudo explicar su conducta. Tampoco quiso atenerse a razones ( ¡y mira que lo intentaron!) Y el joven cazador, que ya era un hombre hecho y derecho, al ver la tozudez de la muchacha, se envalentonó aún más. Al final no quedó más remedio que casarlos.
La historia podía haber acabado ahí, pero no lo hizo. Una noche el cazador le habló de su padre. Su padre también había sido cazador. Una tarde se fue al monte y nunca más se le volvió a ver. En el pueblo contaban historias, pero él nunca las había creído.
Eso fue lo único que le dijo. Pero era suficiente. Poco después unos espeleólogos encontraron un cadáver en una sima. El cadáver no pudo ser identificado.
La historia no acabó ahí. Podría haberlo hecho (hubiera sido mejor para todos), pero a la historia aún le faltaban varias líneas por escribir.
Y se escribieron. Se escribieron años después, cuando la feliz pareja ya llevaba varios años juntos y la felicidad inicial se había convertido en rutina, gritos y llantos de niños, tal y como suele suceder en estos casos.
Pese a todo hubiera sido dejar las cosas como estaban. Ya digo. Pero por desgracia no pudo ser.
El cadáver de la sima estaba ya olvidado. Ya nadie hablaba de él en el pueblo. Pero el pueblo era un pueblo pequeño, donde todos saben lo que nadie dice. Donde todos esperan que alguien se decida a romper el silencio, aunque sea en su lecho de muerte.
 Esta historia me la confesó un pastor. Parece increíble pero es cierta. El pastor sabía lo que iba a pasar después de su muerte, lo que iba a empezar ya en el mismo entierro.


(Relato incluido en el libro La vida mientras tanto, Alfonso Vila Francés, edición digital Groenlandia, 2012)





(fotografía de A. V. F.)